martes, mayo 27, 2008

Erre que erre II

... Al principio pensaba que la vida religiosa era lo suyo. Pero, al poco de estar en un convento, le dijeron que probablemente aquel no era su camino. Volvió a insistir en otro lugar, un tiempo más tarde, y volvieron a decirle lo mismo. Le aconsejaron que pensara si quizá Dios no lo quería como fraile, sino en el ejercicio de la diplomacia y en el cultivo de la literatura. Entendió entonces que aquella era la voz de Dios, que le llegaba por encima de sus deseos e impresiones iniciales. Y fue un gran diplomático y una de las glorias literarias de Francia. Sirvió eficacísimamente a la Iglesia con su trabajo y con su pluma. Con el tiempo, comprendió que sus primeras decisiones fueron solo recodos de un camino que le llevaba derechamente hacia la voluntad de Dios.

Esta suele ser la situación en la que se encuentra el alma antes de decidirse. No ve con nitidez, no escucha con claridad. Solo se tiene una inquietud, una intuición. Es quizá una llamada aún poco perceptible, pero muchas veces no por eso menos real. ¿Dónde me quiere Dios? ¿Para qué? Hay que aguzar el oído, rezar, insistir al Espíritu Santo que nos dé luz, pedir consejo.

—Pero quizá es mejor decidir por uno mismo estas cosas tan personales, sin dejarse influir por consejos de nadie.

Las decisiones personales importantes han de tomarse de modo personal, por supuesto, pero no deja de ser una muestra de inteligencia y hasta de sensatez saber escuchar los consejos de aquellos a quienes podemos considerar dignos de nuestra confianza. A veces, desde fuera se ven las cosas con más objetividad. Y no porque desde fuera se vea mejor la vocación, sino porque quizá pueden ayudarnos mejor a reflexionar sobre cómo son nuestras disposiciones o nuestras actitudes. También pueden decirnos si, por su experiencia, les parece que tenemos o no las condiciones necesarias para seguir un determinado camino en una determinada institución de la Iglesia.

La clave es a quién se pide ese consejo y cómo se recibe. Hay que buscarlo en personas que posean la ecuanimidad y la rectitud necesarias para una cuestión tan importante. Y hay que recibirlo sin dejarse influir por quienes nos empujan a seguir con precipitación un entusiasmo pasajero, pero tampoco por quienes nos invitan a guiarnos por el egoísmo o a dejar siempre las cosas para más adelante.

—¿Y qué puede hacer el que no cuenta con personas de confianza? ¿No se bastará a sí mismo?

Pienso, como Alejandro Llano, que, cuando el aprendiz está maduro, encuentra siempre a su maestro. Puede costar más o menos, pero al final siempre se encuentra. Debemos pedir consejo a personas que tengan la necesaria rectitud y consideración hacia lo sagrado de la conciencia. A personas que entiendan que la labor de consejo y de orientación espiritual es una tarea encaminada a situar a cada uno frente a su propia responsabilidad delante de Dios, una ayuda que nunca supone menoscabo de la autonomía individual.

Toda ayuda espiritual, igual que toda acción de apostolado o de proselitismo, es siempre dar luz a las personas para que, cada una, día a día, vaya descubriendo su camino y lo siga. Quien da consejo sobre la vocación debe tenerlo presente; y quien lo recibe, debe comprender que, lógicamente, no basta con el consejo para resolver nuestro discernimiento, pues el discernimiento de la vocación es siempre personal.

El consejo espiritual ha estado presente en la historia personal de los santos a lo largo de la historia de la Iglesia. Así sucedió, por ejemplo, a Santa Juana Francisca de Chantal. En el año 1601 falleció su marido, el Barón de Chantal, y quedó viuda con veintinueve años y cuatro hijos. Juana Francisca pedía a Dios que pusiera en su camino un director espiritual verdaderamente santo, capaz de ayudarla a encontrar su vocación en aquellas nuevas circunstancias. En 1604 conoció a San Francisco de Sales y enseguida comprendió que era la persona que ella buscaba. Juana Francisca se dedicó a educar a sus hijos, a administrar los muchos bienes que le había dejado su marido y a hacer numerosas obras de caridad con los pobres y enfermos que ella visitaba o que acudían a verla al Castillo de Monthelon, donde vivía. Pasados los años, cuando sus hijos estuvieron ya preparados para valerse por sí mismos, decidió hacerse religiosa, y San Francisco de Sales vio en ella la persona ideal para comenzar la fundación de una nueva comunidad de religiosas que visitaran a los pobres, de ahí su nombre de Hermanas de la Visitación de la Santísima Virgen. Era una mujer con grandes dotes de gobierno, que caminaba de ciudad en ciudad organizando nuevas comunidades por todas las provincias de Francia. En 1622 falleció San Francisco de Sales y quedó ella sola al frente de la numerosa comunidad recién fundada. Buscó entonces la ayuda de San Vicente de Paúl, que sería en lo sucesivo su director espiritual. Cuando falleció Juana Francisca, en 1641, había ya ochenta y tres conventos de la Visitación en varios países de Europa. Ella siempre estuvo muy agradecida a la ayuda y el consejo que recibió de esas dos personas tan santas, que supieron orientarla con sabiduría y fueron decisivas para conocer su propia vocación y para seguirla con fidelidad.

No hay comentarios: