Eran los años en los que el Líbano estaba en guerra absoluta con Israel. La gente se refugiaba en el bunker más cercano, ante los insistentes bombardeos del enemigo. Allí un sacerdote llamado Jean Corbon ponía por escrito toda su sabiduría sobre un tema muy concreto: la oración. Cuando terminó, mandó el dossier a Roma. Cuando en el Vaticano recibieron aquellos papelajos, sucios y escritos con una defectuosa máquina de escribir, debieron pensar que se trataba de una broma. Junto al dossier se adjuntaba una carta: el sacerdote Jean Corbon envía su colaboración para el cuarto capítulo del catecismo de la Iglesia Católica. Lamentaba tal presentación, y explicaba las heroicas circunstancias en que fue escrito. Es, con mucho, la parte más bonita del catecismo.
“Jesús tiene sed –dice Corbon-, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él”.
Pronto comenzarán los retiros mensuales en la parroquia, para todo el que pueda y para todo el que tenga sed. Él lo está deseando. Pero recuerda: “si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber…”. Eso pasa en cada comunión, en cada oración, en cada referencia a Dios. “Nam ante gratia nihil est nisi diminutum in nobis”, pues para nosotros todo es diminuto comparado con la gracia.
“Jesús tiene sed –dice Corbon-, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él”.
Pronto comenzarán los retiros mensuales en la parroquia, para todo el que pueda y para todo el que tenga sed. Él lo está deseando. Pero recuerda: “si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber…”. Eso pasa en cada comunión, en cada oración, en cada referencia a Dios. “Nam ante gratia nihil est nisi diminutum in nobis”, pues para nosotros todo es diminuto comparado con la gracia.