domingo, enero 20, 2008

Y el sacristán rompió a llorar

Nadie llora cuando muere un sacerdote mayor. Y no lo digo con tristeza, lo digo porque ayer estuve en el entierro de Don Felix Arribas, un sacerdote buenísimo, muy santo, en el cementerio de San Isidro. Y nadie lloraba, salvo el sacristán, que al término del entierro supongo que recordó las horas de buen hacer de Don Felix y no pudo menos que contristarse...

Pero nadie llora. Y tiene que ser así. Son años de predicación sobre el más allá, sobre la vida eterna, sobre los santos, las buenas obras, la entrega... y ahora no puede ser menos. "Siervo bueno y fiel, pasa al banquete de tu Señor". Lamentarlo sería casi contradictorio.

Además -lo pensaba de vuelta en el coche-, me da que algo tiene que ver eso de los tres consejos evangélicos. La pobreza de no tener nada como propio, la obediencia de no querer más bien que el de la Iglesia, y el celibato para tener un sólo corazón lo suficientemente grande para atender a las necesidades de los demás y que puedan compartir sus cosas contigo sin que tú debas hacerlo con otro que no sea el que te llamó...o tus compañeros sacerdotes. Y esos lamentan tu perdida y se alegran por tu destino, Felix...

Es lo que tiene que ser. Imprescindible en cuanto sacerdote, confesando, predicando, dando esperanza. Prescindible en cuanto fulano o mengano, porque el hueco que se deja es perfectamente sustituible: un confesonario, un despacho, un ambón.

Decía San Josemaria: ocultarme y desaparecer, que sólo Jesús se luzca. Ese fue el bueno de Don Felix, ejemplo para todos nosotros.

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