Aún recuerdo aquella historia que contaba D. Julián Carrón, mi profesor de introducción a la Sagrada Escritura. Contaba un relato cuya vivacidad era mucho mayor en el original, pero que transcribo aquí, con mucha más pobreza pero intentando no perder el sentido.
Un oficial alemán está condenado a muerte. El veredicto es claro: culpable. No hay marcha atrás. Aislado de todos, piensa en lo absurda que es esta sociedad, y la cerrazón de las mentes que no quieren ver que en la voluntad de los fuertes está la vida del mundo. No lo quieren ver, esa es la causa de la condena, y no los cientos de asesinatos cometidos. No obstante, en el camino a la muerte, que transcurre desde su celda al patíbulo, observa cómo una flor crece perfecta, con vivos colores. Aquel oficial percibe, por primera vez en su vida, la belleza. Y la belleza de una cosa le condujo entonces a pensamientos mayores por donde vagó su imaginación por unos instantes. La perfección de aquella flor, la belleza de las cosas, el sentido de la vida. Y entendió que el creador, al oído de su conciencia le susurraba: “vuélvete a Mi, que lo soy todo. Eres perdonado. El mundo, el universo entero; lo pequeño y lo grande; la belleza y el amor te esperan. No importa el pasado, importa la eternidad”.
Entonces, el oficial, lleno de rabia, se lanzó contra el suelo, atado de pies y manos como estaba, y agarrando la flor con la boca la arrancó, para escupirla después y pisarla finalmente, mientras pensaba: “nunca más me dejaré camelar con cosas como estas”. Aquel nunca más fue breve, porque al poco murió por su condena.
Ya os digo que antes no lo entendía, pero ahora, después de unos cuantos años, lo comprendo mejor. El mayor enemigo de la religión: la sospecha. El mayor regalo para un alma: la lealtad a lo que uno ve, sin sucumbir a los prototipos de una sociedad o un tiempo.
1 comentario:
Creo que confundes religión con Dios.
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