
El padre Maximiliano nada pedía y de nada se lamentaba. Infundía valor a los otros, tratando de persuadirlos a esperar que el fugitivo fuese encontrado y ellos lib

Tiempo atrás: Viendo el centurión lo acaecido, glorificó a Dios, diciendo: "realmente este hombre era justo" (díkaios) (Lc, 23,47). Díkaios, anständig, he ahí expresiones similares en griego y en alemán. Muy fuerte debió ser el impacto para ser pronunciado por los durísimos vigilantes de las SS, acostumbrados a los horrores más negros, en las respectivas circunstancias.
Así pasaron dos semanas y los condenados iban muriendo uno tras otro. A su término sólo quedaban cuatro, entre ellos el padre Kolbe. A las autoridades del campo les pareció que se prolongaba excesivamente este caso: la celda era necesaria para otras víctimas. Por eso un día (14 de agosto) ordenaron venir al Bunker al jefe de la sala de los enfermos, un alemán, el criminal y delincuente Boch, el cual puso en el brazo izquierdo de los que aún vivían una inyección intravenosa de ácido fénico. El padre Kolbe, con la oración en los labios, tendió su brazo al verdugo. Yo no pude resistir. Mis ojos se negaron a mirar y balbuciendo una excusa escapé.
Una vez que partieron los SS con el verdugo, regresé a la celda. Encontré al padre Kolbe sentado, con la espalda apoyada en el muro. Tenía los ojos abiertos y la cabeza ligeramente inclinada del lado izquierdo (era su postura habitual). Su rostro, sereno y bello, estaba radiante. Así murió el sacerdote, el héroe del campo de Oswiecim, ofreciendo espontáneamente su vida por un padre de familia, en paz y silencio, orando hasta el postrer momento.
En el campo, durante meses, se recordaba el acto heroico del sacerdote. Durante las ejecuciones se evocaba el nombre del padre Maximiliano Kolbe.
La impresión que he referido sobre éste y otros hechos semejantes permanecerá siempre grabada en mi memoria.

En el horno crematorio del campo de concentración de Oswiecim fue quemado por fin, un 15 de agosto del 1941, el padre Kolbe. En realidad quien murió fue la muerte, y quien venció fue aquel que pudo repetir desde la cruz resucitada y resucitadora de Jesús: Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente (Jn 10,18). Y por eso Auschwitz, que fue tumba, se convirtió asimismo en altar. Campo de muerte le llamaban los polacos. Camposanto han de llamarle, pues, los creyentes en la medida en que quedó allí enterrado-martirizado más de un testigo seguidor del Señor, resucitado asimismo por el Señor, siendo de este modo derrotado el lugar del mal y convertido entonces en lugar del bien, para que lo maligno demoniaco abatiera su cerviz frente a lo angélico benigno, para que donde hubo thanatos llegara a darse ágape: El odio —le dijo el padre Kolbe al doctor Stemles— no constituye ninguna fuerza creadora; nuestros sufrimientos amorosamente ofrecidos, por el contrario, resultan necesarios a fin de que aquellos que vengan después puedan ser felices.
